Tardes de Cine

Ficciones, Mentiras e Ilusiones Ópticas de la Vida Real

28.12.08

Color

Finalmente no hubo sorbete. El congelador de mi hermana no dio el ancho. Jamás llegamos a tener siquiera escarchas sobre el jugo de naranja caramelizado. Como Álvaro estaba preparando pisco sour y nos faltaban limones, lo echamos al jarro y terminamos emborrachándonos con el sorbete. Mis regalos fueron éstos: 3 frasquitos de mostazas especiales (cada uno en 100 ml para no tener problemas en el avión) y el DVD de "la vida de los otros" (lo empecé a ver en alemania en mi computador y se me quedó allá la caja, mi hermana me va a matar). Y bueno, eso fue la navidad, una cosa más íntima que otros años, con harto skype de por medio, esa virtualidad inmediata que es la videoconferencia (¿se dice así?). Una agradable dosis de familiaridad tras este rato en Francia.
Cuando me quedé solo se me ocurrió ir a dar un paseo por Heidelberg. Por supuesto me quedé pegado y cuando llegué ya era de noche. Salí de la estación y pude recordar el día que llegué allá en 1995 junto con la primera impresión, que fue ésta: que increíble cantidad de bicicletas. Es que son miles, estacionadas afuera de la estación. En el bus hacia la Altstad iban unos estudiantes chilenos al lado mío, deben haber tenido unos 20 o 21 años como mucho. El bus era el mismo, la voz anunciando las paradas, la misma. Heidelberg tiene esa cualidad de museo. Sospecho que si alguien regresara desde los años 30 se sorprendería menos en Heidelberg que en cualquier otra ciudad. Me bajé en Marstallstrasse y ya la noche negreaba. No sé si en otro lugar las noches son tan negras como en Alemania. No tiene toques azulinos, ni dorados, ni grises. Es un negro total, la negrura en persona. Creo que en Alemania he pasado alguna de las noche más negras de mi vida (y lo digo pensando en los colores, no es una metáfora barata, los colores se han vuelto un tema en mi vida).
Caminé por la Hauptstrasse y llegué al Café Journal, que había cambiado de nombre. Pasé delante de mi primera casa, la misma donde una vez unos turistas japoneses me fotografiaron en masa mientras iba a saliendo a clases con bufanda y una carpeta en la mano. Revisé los nombres de los habitantes en los timbres, por curiosidad, sin demasiado destino. En el primer piso, una chica rubia que tenía la luz encendida y estaba leyendo había escrito sobre la pared: yes we can y junto al texto imprimió su mano en el mismo color azul, como los niños en kindergarten.

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