Vengo llegando de Plaza Italia, donde se celebraba la muerte del dictador. Reconozco que cuando me dieron la noticia, en medio de un almuerzo familiar, no sentí alegría. Después de todo, Pinochet murió impune. Se salió con la suya casi en todo. Y lo que le hizo a este país, a dos o tres generaciones enteras, no es algo que tenga mucho remedio, al menos mientras sigamos vivos.
Entre Plaza Italia y La Moneda había ambiente de fiesta. Gritos, bailes, tambores, harto extranjero con las pepas abiertas, el bueno de Nacho Agüero filmando con una HDV (una vez le leí una entrevista en que hablaba del día de la muerte de Pinochet y del documental que quería hacer). Increíble como la gente inventa los gritos tan rápido: Lucía-maraca-devuélvenos-la-plata, o: don-Sata-don-Sata-culéate-al-Tata, o: vecina-vecino-murió-el-asesino. Fue notable ver el Diego Portales maltrecho tras el incendio, con vidrios rotos y escombros, entero rayado con graffitis alusivos a la muerte del tirano y la gente tomándose fotos frente a los graffitis, como quien registra las ruinas de un viejo imperio, que por cierto, Pinochet se comportó a menudo como un emperador y ese edificio era un símbolo de su poderío.
Pero la alegría yo creo que es más bien un aliento de esperanza. La muerte de Pinochet no cambia demasiado las cosas. Después de todo los los derechistas en el Hospital Militar no titubeaban en afirmar a toda garganta (parodiando el clásico y-va-a-caer): Y-no-cayó-y-no-cayó-el-tata-dios-se-lo-llevó. Fachos culiados. Tienen toda la razón. Murió en su cama el muy cabrón.
Mañana subo los videos que hice con la camarita del celular.