Secreto
A mi regreso de Londres y tras cuatro navidades sin familia, me encontré con un ritual que seguía más o menos igual, a pesar de que con el paso de los años, ya no éramos los mismos. Esa vez sugerí que termináramos el cuento de los regalos y sólo hiciéramos una cena. Por último, propuse, hagamos un sistema de amigo secreto. Mi mamá odió la proposición y alineó al resto en mi contra. Como en la política, las reformas familiares toman tiempo y lobby.
Al año siguiente, fue evidente que todos estaban comprando los regalos el último día y con criterios inciertos. Yo insistí en mis presiones y de a poco fui ganando adeptos y así fue como en la Navidad pasada, apenas dos semanas antes de la celebración, conseguí el consenso deseado: por primera vez en mi familia se haría amigo secreto. Hice un sorteo trucho en mi casa con unos papelitos y luego llamé a la gente por teléfono. Mi abuela reclamó porque ya tenía los regalos comprados hace como 3 meses, así que tuve que ajustar el sorteo a los bienes disponibles.
La cosa es que este año decidimos hacer las cosas bien. Para el 20 de noviembre, cumpleaños de mi papá, se hizo el famoso sorteo con todos presentes. 5 semanas parecía un lapso prudente para comprar un buen obsequio navideño. Los únicos que quedaron fuera son los niños. Todo bien hasta hoy en que hablé por teléfono con mi hermana mayor y me preguntó si le había comprado el regalo a mi amigo secreto. Por más que me esfuerzo, no logro recordar quién carajo es mi amigo secreto. Tampoco somos una familia muy numerosa, pero el papelito lo destruí tras leerlo una sola vez y sencillamente se me olvidó. Tengo dos posibilidades: hacer una maniobra subterránea y averiguar los amigos secretos de todos los demás y así deducir el mío por descarte. La otra opción es una verdadera prueba de ingenio: comprar un regalo comodín, apto para cualquier obsequiado, sea mi abuela, mi padre, mi madre, una de mis hermanas o uno de mis cuñados. En fin. Los secretos de familia nunca terminan bien.